La noche de este sábado 13 de julio se regó por las calles de Soledad la noticia del asesinato de Juan Carlos Palomeque García. Quienes lo conocieron comentaron entre dientes:
“¡Estaba caliente, pobre tipo, que descanse en paz!”.
Como en la obra de García Márquez la muerte de Juan Carlos estaba suficientemente anunciada. Solo que en esta cruel realidad el mismo sentenciado lo sabía.
Con la noticia del asesinato la gente en Santa Inés, el barrio soledeño donde residió, se reunió en grupos a recordar la azarosa vida del que conocieron muchacho.
Juan Carlos Palomeque García era hijo de un navegante, Juan Palomeque; y de Adela García, ama de casa.
De niño mostró su apego por las armas y sus padres reforzaron en él la ilusión de que fuera algún día un buen policía.
Siendo adolescente Juan Carlos comenzó a tener contacto con un grupo de cobradiarios con nexos con paramilitares, que llegaban al barrio Santa Inés pateando puertas, exigiendo vacunas. Cobrando cuentas que los deudores creían expiradas, e imponiendo una ley que los vecinos comenzaron a padecer en silencio.
Adela intentó sin éxito que el joven ingresara a la Policía: “Alcanzó a entrar como auxiliar y siendo un bachiller se vistió con el uniforme verde oliva. Pero mostró una conducta no apropiada y salió sin terminar el curso”, dijeron quienes lo conocieron.
Tras salir de las filas policiales, -aún sin comenzar la carrera- Juan Carlos con menos de 20 años de edad, mostró sus cartas a la vida.
“Comenzó de mandadero de los matones que llegaban al barrio y se emborrachaban en las tiendas. Ellos le prestaban las motos, le daban a guardar las armas y Juan Carlos se creyó del combo.”, relató un residente del sector que lo conoció de cerca y pidió el anonimato por seguridad.
Pronto el moreno Palomeque se convirtió en un joven altanero. Participaba en reuniones clandestinas, llegaba a casa en camionetas ruidosas y comenzó a llevar al barrio fajos de billetes que mostraba orgulloso.
Se jactaba de sus nuevos amigos. “Los de la oficina son unos manes bacanos. Ya casi me meten a la nónima”, se acostumbró a decir.
Trataba de impresionar a los ‘pelaos’ de su cuadra anticipando acontecimientos siniestros: “Bueno prepárense mis llaves que mañana van a tumbar a un pelao en Simón Bolívar”, anticipó una vez anunciando la muerte de alias el “Porquería”, un bandido de poca monta de ese barrio.
En efecto el sujeto expiró atravesado por una decena de balas, tras una ruidosa persecución cerca de una cancha de futbol. Juan Carlos regresó luego al barrio iluminado por una sonrisa de realización y contó, cómo, por qué y quienes habían tomado parte en el asesinato del desdichado individuo.
Palomeque García confiaba ciegamente en el poder de alias “La Araña” y alias “Salomón”, dos cabecillas paramilitares.
Se perdía por días y luego llegaba a las reuniones de sus antiguos amigos de barrio a contar detalles con aires de autosuficiencia. Una tarde cualquiera anunció que ya era parte de la “nónima” y lo comisionaban para cobrar extorsiones.
Juan Carlos Palomeque, su padre, murió en una prisión de Estados Unidos, abrumado por una enfermedad terminal.
Cuando todos se convencieron de que -evidentemente- Juan Carlos era ya de las entrañas de los paramilitares, los jóvenes del barrio se mostraban recelosos al verlo llegar armado a las esquinas. La noche del primero de enero del año 2008, el joven hizo otro anuncio fatal:
“Mañana van a tumbar a dos ahí en La Chinita. Por los kioskos de la calle 17. Estén pilas, no pasen por ahí, que puede haber plomo”, dijo con aire de autosuficiencia.
Y así ocurrió. Mario Martínez Rojano y Oscar Pardo Hernández, dos hombres con cara de pocos amigos, descendieron de una moto y se internaron por entre el laberinto de kioskos que antes funcionaban a la entrada del puente Pumarejo, frente al barrio La Chinita.
Un pistolero de baja estatura los sorprendió a corta distancia y los asesinó ante la mirada de mucha gente que a esa hora tanqueaban sus carros con gasolina de contrabando que guardaban en los cubículos de pinturas descoloridas.
Eran las 3:20 de la tarde. Tras el crimen una motocicleta -con dos ocupantes- salió rauda por la calle 17 y se perdió por las callejuelas de La Chinita. La investigación de la Fiscalía determinó que Mario Martínez Rojano y Oscar Pardo Hernández, formaban parte de las estructuras de cobro de extorsiones de alias Jorge 40, y estaban en disidencia.
“Se dijo que se habían retirado de la banda y estaban trabajando por su cuenta. A lo mejor iban por los impuestos a los vendedores de gasolina de la entrada al puente. Por eso los mandaron a matar “, reveló en ese entonces un investigador judicial.
Una mujer afirmó haber reconocido perfectamente al hombre que conducía la moto: “Es el negrito, Juan Carlos Palomeque, yo lo conozco. El para por aquí con otros paracos. El era de la misma banda”, ratificó ante los detectives del CTI de la Fiscalía.
Tres días después las calles del barrio Santa Inés amanecieron atestadas de uniformados con los rostros pintados que miraban a la gente con rabia. El ruido ronco y profundo de una docena de motocicletas, los golpes secos de las aspas de un helicóptero haciendo círculos en al aire, y hombres caminando por los tejados, despertaron a los vecinos.
Juan Carlos fue sacado en ropa interior y subido por la fuerza en un carro blindado. En las audiencias posteriores la Fiscal mostró las pruebas a un Juan Carlos imperturbable, que miraba desafiante a la funcionaria. Del pistolero que mató a los dos hombres entre los kioskos nunca se supo nada.
“A Juan Carlos lo condenaron a 40 años de cárcel y nadie -de esa organización de paramilitares- dio un peso para ayudar a este hombre o a la familia. Su madre, hermanos, tíos y sobrinos siguieron igual de pobres. Fue enviado a La Tramacúa, una cárcel de alta seguridad en Valledupar donde permaneció 10 años. Reforzó las amistades con esa organización. Un error en el procedimiento judicial hizo que le rebajaran la pena a 20 años. Y hace 15 días comenzaron a darle libertad algunos fines de semana, pero debía regresar al penal”, dijo un abogado allegado al proceso.
El Juan Carlos Palomeque que regresó a las calles del barrio Santa Inés de Soledad, fue el mismo que solía anunciar los matanzas de los paramilitares diez años atrás.
Su actitud era la de un hombre desconfiado. No permanecía más de tres minutos en un sitio y se retiraba constantemente a hablar en privado por su teléfono móvil. Bajaba y subía de motocicletas que llegaban a buscarlo y dormía fuera de su casa materna, porque no quería que su mamá o sus tías y sobrinos cayeran por su culpa.
“Ya los pelaos no se detenían a hablar con él, porque sabían que estaba sentenciado. Una mujer vieja que lo apreciaba lo llamó al verlo de regreso a las calles, le puso una mano en la cabeza y le dijo que se alejara de esas amistades. Lo miró con infinita ternura y le dijo que por la memoria de su padre, no se dejara matar y saliera de esas andanzas. Juan Carlos no la miró a los ojos. Le dio una respuesta pasajera y se retiró en una moto que llegó por él…cuarenta minutos después llegó la noticia al barrio. Cayó en su ley”, recordó un vecino.
Si. La parca llegó el sábado a las 7:12 minutos de la noche. “Juan Carlos se bajó de una moto en la 17, frente a la bomba Las Vegas y habló -en medio de la oscuridad- con un pelao que llegó en una bicicleta. No pelearon, no gritaron, no se insultaron. El pelao de la cicla -mientras hablaba con él- señaló a la calle 17, Juan Carlos volteó y el pelao le disparó por la espalda repetidas veces hasta verlo caer. Después lo remató en el suelo. Enseguida le cayeron encima y le robaron todo lo que llevaba, es la ley de quien cae por acá…”, dijo un testigo a la Policía. Cuando levantaban el cadáver en el protocolo judicial del caso, se escuchó a los lejos las notas de una canción de cantina:
“Pedro Navaja matón de esquina, quien a hierro mata a hierro termina…”